En 1807, en Liverpool, una mujer de 77 años, J. S., murió después de sufrir durante años un dolor agudo en el útero. Consultó a varios médicos, pero ninguno se tomó la molestia de indagar en la causa. La autopsia reveló daños muy extensos en sus órganos pélvicos y abdominales.
Un número cada vez mayor de estudios demuestra que el sesgo hacia las expresiones de dolor de las mujeres afecta de manera negativa el diagnóstico y el tratamiento posterior.
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